Cansada de agachar la cabeza, a mis años, levanto el puño al
primero que me toque la moral. Cansada físicamente, sigo sin parar, para poder
llegar a la cama rendida, para no llegar pensando, sino llegar y colapsar. Aun
así la cabeza arde a veces, las manos se bloquean, la espalda se vuelve de
acero y todo tiene un tono anaranjado que se va encendiendo, poco a poco, hasta
parecer que va a estallar.
Vas con la espada, dando espadazos a casi todo, pero siempre
hay algo te re roza, que te roza demasiado, y ahí surgen las heridas. Día tras
día van doliendo, y así recuerdas que para la próxima vez tienes que estar más
lista, más callada, respirar más hondo, pensarlo más, o igual menos. Y contar
hasta 10, mejor hasta 100, o incluso más a veces. Y repetirte muchas veces ese
“qué más da”, ese “cederé por no liarla”, ese “quiero una vida tranquila”, ese
“si saco tiempo me voy a respirar aire a la calle”.
Los problemas los guardo en los bolsillos, me pesan, claro,
pero… ¿dónde los voy a dejar? La fortaleza es útil, pero la locura no la deja
instalarse en casa, siempre anda descolocándolo todo, sacándola de quicio.
Entonces la fortaleza termina mandándolo todo a la mierda y yéndose. No tiene
paciencia, no tiene ganas de andar luchando cuando no hay más que trabas
absurdas. Ella es muy echada para delante y no tiene esa necesidad. A la mínima
se va. Y aun así, todo me resbala, más de lo que sería deseable.
Tengo el control de mi vida, sé lo que voy a cenar hoy, sé
lo que me pondré de ropa mañana, sé donde no puedo ir, con quien no puedo ir,
sé dónde está mi cama, cuando toca follar. Sé la distancia que me separa del
aburrimiento, sé lo lejos que queda. Controlo mis obligaciones, una tras otra,
una tras otra.
Sé darle la vuelta a la tortilla, y aceptar la torta que me
toque recibir. Me la como, no la voy a tirar, ummmm que rica esa torta. Ya no se
permiten pataletas. Hoy toca de comer garbanzos, o te los comes, o los tiras y
te quedas con hambre, o los aplastas, despacito, uno a uno, y creas ese
amasijo, que igual bien aliñado está espectacular.
Tengo tal control que la palabra sorpresa no está dentro de
mis vida, nunca, nunca jamás. Vivo dentro de la rutina, ya no espero que nadie
me sorprenda. Ya no recuerdo como eran esos vuelcos que daba el corazón. Ya no
me acuerdo de los nervios por saber donde iba, por saber que habría dentro de
ese envoltorio. Ya no pasa nada de eso. Y mentiría si dijera que no lo echo de
menos. Pero es lo que hay. La vida tranquila, la vida esperada, la vida que se
espera que vivas, la vida que te ha tocado, que te has buscado y de la cual no
puedes salir.
Y solo queda agachar la cabeza, crear una capa de
protección, que cada vez tiene que ser más resistente y más duradera. Queda seguir
llenado bolsillos de esperanzas, de deseos (que nunca se cumplirán). Y sepultar al fondo, muy al fondo del
bolsillo la incertidumbre que ocasiona la duda de lo inesperado. Cualquier día,
ese caprichoso agujero que termina teniendo todo bolsillo de tanto usarlo,
dejará escapar poco a poco todo ello, la incertidumbre, las ganas de volver a
sentir mariposas en el estómago, los deseos, las esperanzas… y terminaré vacía,
vacía pero sin cargas.