jueves, 28 de junio de 2007

PINGÜINO GORDITO CON GORRO DE LANA

La vida se vuelve monótona, inevitablemente. Recuerdo cuando me fui de casa de mis padres. Allí te ponías unos calcetines, te los quitabas y volvían limpios al cajón. En mi casa eso no sucede. Los puñeteros calcetines andan rondando de un lado para otro una y mil veces. Los ves al quitártelos, al llevarlos al cesto de la ropa sucia, al meterlos en la lavadora, al sacarlos de ella, al tenderlos, al doblarlos, al llevarlos al cajón… y sin embargo cuando los voy a usar únicamente los veo salir del cajón, y después me olvido de ellos. No sabéis lo desesperante que resulta que de repente los calcetines tenga que formar parte de tu vida. Algo que nunca había tenido cabida en tu pequeño mundo de cariños a objetos inanimados. O mejor dicho, algo a lo que no tenías que tenerle cariño más que cuando te mostraba su cara más amable, ahora tienes que cuidarlos en sus momentos más decadentes. Y esta rutina se vuelve constante. Los mismos pares de calcetines entran y salen una y otra vez, una y otra vez.

Recuerdo mis calcetines a rayas grises y azules con un pingüino gordito con gorro de lana. Les tenía un cariño… No sólo por que en apariencia eran monísimos, sino por que eran los típicos con los que estabas a gusto, ni te los ibas comiendo con el zapato, ni eran demasiado altos, ni cortos, ni quedaban anchos y se hacían arrugas… nada, eran los calcetines perfectos. Ahora esos calcetines y todos los demás han pasado al plano de objetos a los que tengo que atender sin remedio. Han perdido todo su encanto.

Y cuesta acostumbrarse. Al menos a mi me costó. Me costó hacerme a la idea que las cosas son así, que veré al pingüino gordito una y otra vez, y manejaré el calcetín mojado seco, sucio, sudado, arrugado, limpio…

Bueno, os confesaré, que a pesar de todo, aun les tengo cariño.

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